Artículos sobre ciencia y tecnología de Mauricio-José Schwarz publicados originalmente en El Correo y otros diarios del Grupo Vocento

Neptuno, el planeta anunciado

El menos visitado de los planetas de nuestro sistema solar, el más lejano del sol, se descubrió sólo después de que cuidadosos cálculos matemáticos demostraran que debía existir.

Neptuno, fotografiado por la sonda espacial Voyager.
(Foto DP Nasa/JPL vía Wikimedia Commons)
Una de las descripciones más perdurables de nuestro planeta nos la ofreció el astrónomo y divulgador Carl Sagan. En 1990, pidió a la NASA que girara la cámara de la sonda Voyager 1 cuando estaba a más de 6 mil millones de kilómetros de la Tierra, y tomara una foto de nuestro hogar planetario. El resultado es una fotografía que se conoció como el “punto azul pálido”.

El color distintivo de nuestro planeta lo comparte con el azul claro de Urano y, sobre todo, con el profundo color azul de Neptuno, el planeta más alejado del sol, el último de los que conforman nuestro sistema solar. (Plutón se ha reclasificado como “planeta enano” después de que se encontraron otros cuerpos incluso mayores que él en el llamado “cinturón de Kuiper”, formado por millones de pequeños cuerpos celestes.)

Pero Neptuno es azul no debido al agua. No puede haber agua en estado líquido en ese lejano planeta, un gigante de gas cuya atmósfera está formada principalmente por hidrógeno, helio y metano, un gas formado por carbono e hidrógeno. Este metano es responsable, al menos en parte, del color del planeta, pues absorbe la luz roja y refleja la luz verde.

Sin embargo, los astrónomos no descartan que pueda haber otros compuestos, aún no identificados, que participen en el notable color de Neptuno, y que lo hacen mucho más profundo que el de Urano.

Debajo de la atmósfera, hay un océano formado por una mezcla líquida de hielos de agua, amoníaco y metano, y en su centro existe un núcleo de hierro que, se calcula, tiene una masa algo mayor que la de la Tierra. Pero, en su conjunto, Neptuno tiene 17 veces la masa de nuestro planeta en un volumen 58 veces mayor. Esto lo convierte en el tercer planeta más masivo, después de Júpiter y Saturno. Y al ser el planeta más lejano del sol es también el que tiene la órbita más prolongada: tarda 165 años en dar una vuelta alrededor del sol, de modo que desde su descubrimiento completó una órbita apenas en 2011.

Pero al acercarnos a Neptuno vemos que su color no es uniforme, que hay franjas de distintas tonalidades que hablan de tremendas turbulencias con vientos de hasta 2.100 kilómetros por hora y, cuando lo visitó la sonda Voyager 2, encontró una mancha de azul más oscuro, similar a la gran mancha roja de Júpiter y formada también por una colosal tormenta. En Neptuno, esas manchas azul oscuro aparecen y desaparecen cada pocos años.

Neptuno también tiene otras dos características que lo distinguen. Primero, como los otros gigantes de nuestro Sistema Solar, está rodeado por anillos, nueve de ellos y muy tenues. El más exterior muestra tres agrupamientos de material que destacan, y que se han llamado Libertad, Igualdad y Fraternidad, como homenaje a la revolución francesa. En segundo lugar, el campo magnético de Neptuno está inclinado a 47 grados del eje de su rotación, cuando en los demás planetas, salvo en Urano, el campo magnético está mucho más cerca del eje de giro.

Neptuno tiene 13 lunas conocidas hasta la fecha, algunas que tienen sus órbitas dentro de los propios anillos del planeta.

Descubrimiento y estudio

El 27 y 28 de diciembre de 1612, Galileo Galilei fue el primer ser humano que vio al planeta que hoy conocemos como Neptuno. Pero debido a su órbita, en ese momento parecía estar en un mismo lugar en los cielos, como las estrellas, cerca de Júpiter, y el genio florentino así lo consignó en sus notas. Precisamente lo que distinguía a los planetas desde la antigüedad era que se movían respecto del fondo de estrellas que parecían inmóviles. “Planeta” significa, precisamente, vagabundo, y cuando Galileo se encontró con Neptuno, no parecía vagabundear.

En 1821, el astrónomo francés Alexis Bouvard notó que las observaciones astronómicas de Urano se desviaban de los cálculos que había hecho sobre la órbita de ese planeta. Sus matemáticas eran sólidas, pues en 1808 había publicado tablas muy precisas sobre las órbitas de Saturno y Júpiter. El que sus cálculos fallaran con Urano le indicaban que “algo” estaba ejerciendo una atracción gravitatoria sobre el planeta, desviándolo de la órbita que debería seguir, y ese “algo”, claro, no podía ser sino otro planeta aún no descubierto, un octavo miembro de nuestro sistema solar.

Con la publicación del razonamiento de Bouvard se inició una pequeña carrera por encontrar al octavo planeta del sistema solar. Los antiguos conocían 6, y desde que se inició la observación astronómica sólo se había encontrado uno más, precisamente Urano, descubierto por el astrónomo William Herschel en 1781.

Sin embargo, tuvio que pasar un cuarto de siglo para que el planeta cuya masa causaba estas varicaciones. El problema era saber hacia dónde había que mirar. Otro astrónomo francés, Urbain Le Verrier, utilizó las posiciones observadas de Urano y un complejo desarrollo matemático calculando las pequeñas discrepancias de Urano, utilizando las leyes de la gravitación de Newton. El 31 de agosto de 1846, Le Verrier informó a la Academia Francesa dónde señalaban sus cálculos que debería estar el nuevo planeta (el logro es compartido por el británico John Couch Adams, quien dos días después envió por correo a la Royal Society sus propios cálculos, igualmente precisos). El 18 de septiembre, le envió sus datos a su colega, el astrónomo alemán Johann Gottfried Galle, quien los recibió el 23. Esa misma noche, Galle orientó el telescopio del Observatorio de Berlín hacia el punto previsto por Le Verrier y encontró a Neptuno.

Desde entonces, lo que hemos aprendido de Neptuno ha sido fundamentalmente por medio de diversos telescopios y gracias a la única sonda que ha visitado al gigante azul. En 1989 el Voyager 2, el mismo que un año después tomaría la fotografía del “punto azul pálido”, pasó a menos de 5.000 kilómetros de la capa superior de nubes de Neptuno, enviándonos una serie de fotografías del planeta y de su luna, Tritón.

Cualquier misión planeada para estudiar a Neptuno tardaría 12 años en llegar a su destino. Ése es uno de los motivos por los cuales en este momento ni la NASA ni la ESA tienen previsto ningún intento por enviar una sonda a estudiar más a fondo al planeta límite de nuestro sistema solar.

Tritón

La más grande luna de Neptuno es también la mayor de su pequeña constelación de satélites: Tritón. Es una de las sólo tres lunas del sistema solar que posee su propia atmósfera, pese a tener solamente dos tercios del tamaño de nuestra propia luna. Pese a las bajísimas temperaturas que privan en Tritón, cuenta con géiseres activos que lanzan el nitrógeno gaseoso que compone su atmósfera y crea vientos que dejan marcas en su gélida superficie.