Artículos sobre ciencia y tecnología de Mauricio-José Schwarz publicados originalmente en El Correo y otros diarios del Grupo Vocento

Procesadores vivientes de alimentos

Quizás no suene muy atractivo a primera vista, pero algunos de nuestros más apreciados alimentos son como son gracias a que en su procesamiento han sido ya digeridos por otros seres vivos.

"Los comedores de ricotta", de Vincenzo Campi,
siglo XVI (Imagen DP vía Wikimedia Commons)
Algunos alimentos fundamentales no habrían existido a no ser porque algunos cultivos son sometidos a la acción de seres vivos que los alteran y los convierten en alimentos más sabrosos, más nutritivos, más duraderos o incluso más sanos.

Un ejemplo que gustan de citar los historiadores es el de la cerveza.

Esta popular bebida apareció en los inicios de la agricultura de cereales, hace alrededor de 10.000 años. Aunque es imposible conocer cómo se dieron los acontecimientos, es razonable imaginar algo de cereal, o quizá un poco de pan, que por algún descuido o accidente hubieran quedado algunos días en agua, sufrieron fermentación, y algún agricultor neolítico tuvo la osadía, el descuido o la urgencia de beberla. Su sabor era distinto, agradable, y tenía algo diferente que lo achispaba a uno un poco. Era cerveza.

La palabra clave es “fermentación”. Los antiguos babilonios no sabían cómo funcionaba o qué era lo que la provocaba, pero lograron controlarla a voluntad: molían cereales, los calentaban en agua, los horneaban y los volvían a meter en agua, y mágicamente tenían cerveza. Por fortuna. En muchas de las civilizaciones subsiguientes, incluyendo el prolongado imperio egipcio y hasta hace muy poco tiempo, tuvieron cerveza. El agua solía estar contaminada y causar graves malestares, de modo que era preferible beber cerveza, cosa que hacían todos, de niños a ancianos, hombres y mujeres. Salvo en las culturas donde dominaba el vino, mosto igualmente fermentado.

Pasteur descubrió, a partir de la década de 1850, que esa transformación que parecía mágica no ocurría, como se creía hasta entonces, espontáneamente, sino que era producto de la actividad de seres vivos: bacterias y hongos. Ello le permitió, en una de las acciones que más fama le dio en Francia, explicar la degradación de los vinos franceses a causa de bacterias ácidas y proponer formas de evitarlo, salvando a la industria vinícola de su país.

Un ser viviente benéfico, la levadura, un hongo, evitaba así que otros seres vivientes dañinos atacaran a los seres humanos.

La fermentación es un proceso metabólico, es decir, digestivo, mediante el cual un organismo convierte un carbohidrato, por ejemplo almidones o azúcares, en un alcohol o en un ácido. Las levaduras, al fermentar o digerir los carbohidratos de la uva, la manzana, los cereales y otros alimentos los convierten en alcohol y en el proceso obtienen la energía que necesitan para vivir. Después, incluso, podemos utilizar bacterias ácidas para que fermenten nuevamente el alcohol, convirtiéndolo en ácido acético o vinagre y, también, alimentándose en el proceso.

El queso añejado o madurado es otro producto de la acción de distintos seres vivos. Mientras que el queso fresco se obtiene simplemente separando los sólidos de la leche (grasas y parte de la proteína) de sus componentes líquidos (el suero, formado de proteína y agua), muchos quesos son procesados con cepas específicas de bacterias para conseguir una asombrosa variedad de sabores.

El queso Emmental, por ejemplo, utiliza a lo largo de su añejamiento tres tipos distintos de bacterias. Las dos primeras convierten el azúcar propia de la leche, la lactosa, en ácido láctico, y la tercera consume ese ácido láctico y libera dióxido de carbono, un gas que forma las burbujas que le dan su característico aspecto con agujeros u “ojos” a éste y otros quesos.

Los quesos azules y otros como el brie o el camembert utilizan distintas variedades de bacterias y de hongos penicillium, los mismos que dieron origen a la penicilina, el primer antibiótico eficaz. El penicillium es el responsable tanto de las vetas azul verdosas de algunos quesos como de la costra blanca aterciopelada del brie y el camembert.

La conversión de la lactosa en ácido láctico en los quesos añejos permite además que sean consumidos por personas que sufren de intolerancia a la lactosa. De hecho, hay estudiosos que han sugerido que el queso se difundió precisamente porque permitía que más personas pudieran consumir lácteos sin problemas. Es, por supuesto, sólo una hipótesis.

Uno de los alimentos más apreciados en décadas recientes es el yogur en distintas formas. Sin embargo, hasta la década de 1940-50, la gente que quería yogur tenía que producirlo ella misma, consiguiendo que otro entusiasta le diera parte de un cultivo de lactobacilos entonces conocidos como “búlgaros” por haber sido descubiertos por un doctor búlgaro, Stamen Grigorov. Hoy, su producción industrial ha eliminado prácticamente la necesidad de hacerlo en casa.

El yogur se hace sometiendo la leche a fermentación por dos bacterias, una de ellas degrada las proteínas de la leche para convertirlas en aminoácidos y la otra usa esos aminoácidos. Ambas convierten la lactosa de la leche en ácido láctico, dándole al yogur su acidez y textura habituales.

Hemos dejado para el final el alimento por excelencia, el pan, que en muy distintas formas y a partir de muy diversos granos, se hornea en todo el mundo. El pan y sus primos lujosos, toda la repostería, dependen de la levadura para ser el símbolo de la alimentación que son. La levadura hace que el pan “suba” por el mismo procedimiento por el que produce los “ojos” en quesos como el emmental, emitiendo dióxido de carbono al consumir parte de los carbohidratos del pan y fermentarlos. Esas burbujas son las que forman lo que los expertos en pan llaman “alvéolos”, que hacen que el resultado sea esponjoso y atractivo a nuestro tacto, además de fácil de masticar y sabroso. La fermentación, además, colabora a darle al pan su sabor característico y fortalece el gluten, esa proteína que le da consistencia al pan y que es un excelente alimento salvo para quienes sufren de intolerancia al gluten o de celiaquía, una enfermedad autoinmune.

Sin estos procesadores de alimentos, quizá, sólo quizá, la civilización humana no se habría desarrollado o, muy probablemente, habría tomado otros derroteros, que nos pueden parecer poco atractivos si dieran como resultado un mundo sin cerveza, queso y pan.

El café más caro del mundo

Levaduras y bacterias son microorganismos unicelulares y por tanto comer alimentos que ya digirieron estos seres puede no provocarnos rechazo. Muy distinto es el caso del “kopi luwak” o café de civeta. Se trata de un café que se hace con bayas de café que han sido comidas y defecadas por civetas de las palmeras, un mamífero común en Asia. Aunque los expertos en café no lo consideran especialmente bueno, es el café más caro del mundo, y las bayas recolectadas de los excrementos de las civetas pueden llegar a costar 550€ el kilo.